El bioquímico, uno de los genetistas de más prestigio en Occidente, llegó al verano con libro nuevo (‘La levedad de las libélulas’) y con un marquesado concedido por Felipe VI. Culto, elegante, sagaz y herido por una infame traición académica renació lentamente del daño para seguir investigando a plena luz Leer
El bioquímico, uno de los genetistas de más prestigio en Occidente, llegó al verano con libro nuevo (‘La levedad de las libélulas’) y con un marquesado concedido por Felipe VI. Culto, elegante, sagaz y herido por una infame traición académica renació lentamente del daño para seguir investigando a plena luz Leer
El rey Felipe VI le concedió un marquesado pocos días después de aterrizar en Madrid. Carlos López-Otín llegaba de Bután, pequeño país protegido por los altos de la cordillera del Himalaya donde la televisión no llegó hasta el año 2000. Marchó con su hijo para una de esas expediciones (por dentro y por fuera) con las que tantea asombros, formas de equilibrio y un feliz extravío mundano. Carlos López-Otín es un sabio. Catedrático en el área de Bioquímica y Biología Molecular de la Universidad de Oviedo, pertenece al linaje de los genetistas de mejor prestigio en Occidente. Conoce bien la mecánica del cáncer y ha puesto en claro el genoma de la leucemia linfática crónica. La transformación maligna de las células es su ikigai (una razón de vida). Otro campo de trabajo (quizá sea todo lo mismo) es el envejecimiento y por eso es un decidido opositor a la inmortalidad. Para qué prolongarse de más mientras alrededor todo se degrada. Estar vivo es en sí una manera de inmortalidad y al final lo que importa es adaptar tus sueños a tu horizonte.. López-Otín tiene una altura elegante, la piel en el punto exacto de flambeado y viaja con un bolso mínimo como razón de su caminar esencial. Nació en Sabiñánigo (Huesca) en 1958 y desde joven empezó a dar tumbos por aulas y laboratorios: el Hospital Ramón y Cajal, el Centro de Biología Molecular Severo Ochoa y la universidad de Lund, la de Nueva York, Harvard y la Sorbonne. El prestigio, los hallazgos, las revelaciones y el rigor en el estudio genético del cáncer le han dorado la biografía, pero también ha resistido estoico algunas traiciones académicas. La más siniestra fue el ‘atentado’ contra su bioterio de ratones en la Universidad de Oviedo, donde mantenía miles de ejemplares modificados genéticamente con los que impulsaba sus investigaciones necesarias. Aquel atropello lo depositó de golpe en el centro de una depresión de fondo oscuro. En Mallorca hizo apnea para escapar un rato de la realidad exterior. Alguna ráfaga suicida le cruzó de sien a sien y aprendió a existir de nuevo subiendo atmósferas despacio como hacen los buzos, cargado de nuevos apetitos, adobado de una sabiduría aún mejor fijada, pues el desengaño concede una lucidez asombrosa si no claudicas, incluso dispensa un gran jornal de sentido común.. Por decir toda la verdad, conviene advertir que el científico Carlos López-Otín es un hombre guapo, de perfil sioux y voz hospitalaria para hablar de la vida eterna y de la verdadera. También es simpatiquísimo. Y aun así está en el podio de los genetistas más reputados. Cuando habla no concede sitio a la estupidez. Huye de los lugares comunes y si te explica un poco el por qué de la vida o la invención de la muerte o el sentido de la genómica social puedes salir de la conversación mejor acondicionado para cosas que aún no imaginas. Cuando la sobremesa es de cena dan ganas de gritar entre dos de sus silencios: ¡Decidme que no es tarde! Para que no acabe nunca su pregón. No hay universidad, master o mandanga académica que alcance el vuelo generoso de López-Otín, que le dé a su caza alcance. Cuanto conoce y ha deducido, y ha confirmado, y ha descubierto, y ha contado a los demás, sale de una sagacidad imbatible y lo dispensa desde el fondo de una extraña forma de amor. Amor en este otro sentido: salir de escucharle o de leer alguno de sus libros prende las ganas de saber. Amor por el amor de compartir y hacer también al otro un poco más fuerte, más sereno, más atento, menos asustado. Sales de escucharle en estado de gracia y al mirar alrededor te preguntas: ¿quién hace menos creados cada vez a los hombres, a las mujeres?. En algunos de los ensayos que ha publicado cualquiera puede descubrir un poco mejor quién es. No se trata de literatura de herbolario ni de ungüentos retóricos para la autoayuda. Qué va. En los libros de López-Otín está la solidez del humanista combinada con la precisión del científico y todo lo proyecta en una escritura cercana donde da sitio a Leonardo da Vinci, a Julio Cortázar, a Milan Kundera, a los poetas José Ángel Valente y Wislawa Szymborska o al investigador Guido Kroemer. Son parte de su ajuar, de su gratitud, de su buen andar psíquico. Libros como estos: La vida en cuatro letras; Egoístas, inmortales y viajeras; El sueño del tiempo; La levedad de las libélulas… Confesiones y enseñanzas de un hombre de maneras suaves, educado y mundano, capaz de hacer entender la complejidad de un genoma que aloja tres mil millones de piezas químicas en cada una de nuestras células y dar cuenta un minuto después, sin perder la sonrisa, que él una vez estuvo en derrota, pero nunca en doma.. Carlos López-Otín es un resistente, casi un insurgente a la fuerza en un país donde una parte del sistema universitario acumula trazas del guion de Perros callejeros o El Vaquilla, modales de casino turbio y cine quinqui. Cuántas cátedras salieron de alguna ganga, del premio al más tonto o del atraco al mejor. Lo sabe bien este hombre en paz con el mundo, recolector de buena soledad, dotado como pocos para propiciar compañía. Defiende que la ciencia es cultura. Y la cultura es comunidad. Y la comunidad, tribu. La biología molecular no tiene porqué distinguirse de la poesía. Bien entendido, el mundo ya no es de letras. Los intelectuales salen también de los laboratorios echando palabras nuevas por la boca. Una vez le escuché que el cerebro es la última frontera, la más impensable de las máquinas de pensar. Y que escritura e investigación parten de un mismo lugar: la posibilidad de imaginar un mundo por primera vez. Ese asombro al que a veces decimos vivir.
Literatura // elmundo