La imaginación es el órgano con el que la protagonista de ‘Morir con plantas medicinales’ «ve», y el cuerpo, el instrumento para atravesar la delgada frontera entre la vigilia y el sueño Leer
La imaginación es el órgano con el que la protagonista de ‘Morir con plantas medicinales’ «ve», y el cuerpo, el instrumento para atravesar la delgada frontera entre la vigilia y el sueño Leer
Teherán, barrio de Darvazé Doulat. En una casa silenciosa, una niña ciega y su madre viven rodeadas de plantas medicinales, exilio y memoria. Huyeron de Joi, su ciudad natal junto a la frontera turca, tras la clausura del periódico que fundó el padre, «uno de los más incendiarios de la época». Desde entonces, la madre ha dejado de ejercer como enfermera y se ha recluido en una rutina botánica: prepara cataplasmas, ungüentos e infusiones que vende a los boticarios de la ciudad. En este refugio, donde los olores tienen más peso que las palabras, la niña -invidente desde los cinco años- construye su mundo a través del tacto, el oído y el olfato.. «Madre siempre me dice que el significado del mundo radica en el cuerpo», explica la narradora. Su oscuridad no es ausencia, sino una forma de percepción distinta: en ella florecen las voces, los aromas, las texturas, y también los libros. Porque esta casa -más que un espacio- es una biblioteca vivida. Borges respira en el uso del tacto para leer el mundo; Madame Bovary asoma como la tentación de escapar de la rutina; Kafka se filtra en la claustrofobia de una casa que, a medida que la niña crece, se encoge.. Traducción de Javier Hdez Díaz. Deleste. 176 páginas. 19,95 €. En Morir con plantas medicinales, Atieh Attarzadeh (Teherán, 1984) propone una narración lenta y envolvente, como un ungüento que penetra capa a capa. La imaginación es el órgano con el que la protagonista «ve», y el cuerpo, el instrumento para atravesar la delgada frontera entre la vigilia y el sueño. Pronto descubrirá el don que guardan sus manos: al rozar las raíces, ve los recuerdos que las habitan y accede al mundo oculto que late en ellas.. Attarzadeh convierte esta historia en un canto a la sensibilidad encarnada. Su prosa mezcla lirismo y precisión anatómica, medicina tradicional y pulsión poética. El relato transita del encierro a la percepción, del trauma al lenguaje. Y aunque la narradora, tras una salida al exterior, se convence de que «el olor a lino no puede experimentarse en ningún libro», Attarzadeh logra lo contrario: en sus páginas, donde el lenguaje debería fracasar, brota la fragancia de lo vivido.
Literatura // elmundo