He visto por fin la versión extendida del Napoleón de Ridley Scott, que suma 48 minutos extra a la película hasta las tres horas y veinticuatro minutos. Dado que en total me he pegado casi seis horas de biopic bonapartista o bonapartero espero que se me reconozca el título de grognard honorífico (así es como el corso denominaba cariñosamente, “gruñones”, a sus granaderos veteranos de la Vieja Guardia). Lo de director’s cut es muy apropiado sin duda para la escalofriante escena adicional que recrea la ejecución en la guillotina de las 16 carmelitas (14 monjas y 2 externas) conocidas como “las mártires de Compiègne”. Entre lo añadido ahora está también una colorista secuencia de la batalla de Marengo, unos planos del emperador en mangas de camisa orquestando sus campañas sobre un gran mapa de Europa en el suelo -al menos así aparece por fin España- y el atentado de la rue Saint-Nicaise, cuando en la nochebuena de 1800 un coche bomba avant la lettre explotó al paso de la carroza imperial.. Pero lo que me ha gustado especialmente del metraje nuevo ha sido que sale más Josefina (Vanessa Kirby), que ya me parecía lo mejor de la función. Se le dedica más tiempo a su estancia en prisión, donde luce el pelo corto (¿Josephine’s cut?) que era lo que se estilaba cuando esperabas turno para la guillotina, por dejar la nuca despejada e ir avanzando. Ese corte (el de pelo) a lo garçon o, como se llamaba elocuentemente entonces, à la victime, se popularizó en el Directorio y el Consulado y a la Kirby le queda estupendo. Lo que nos sirve para introducir el tema de la moda y Napoleón. Siempre he sido -a excepción de los pantalones ajustados que marcan la artillería- un firme partidario de la vestimenta napoleónica y sobre todo de los húsares (sin menospreciar a los coraceros, dragones, lanceros, mamelucos y cazadores de la Guardia), pero desde que vi en una exposición sobre la época en el Hermitage de Amsterdam un vestidito de baile de estilo Imperio en batista de lino con adornos de seda, la moda femenina de los años napoleónicos me tiene seducido. Talle alto, escote bajo y tejidos tan trasparentes como permitiera “el mínimo sentido de la decencia”, resume Alistair Horne en el delicioso El tiempo de Napoleón (Debate, 2005). Se recomendaba no ponerse a contraluz con esos vestidos, que no dejaban casi nada a la imaginación, a fin de que no se te viera hasta el sol de Austerlitz. Moda de sinceridad, la llamaban.. El general Bonaparte estaba a favor de todo ello, y más cuando Josefina le enseñaba en la intimidad el camino de la gloria (como se muestra elocuentemente en el filme), pero luego empezó a recular -la carrera del personaje puede verse como un ir de los rizos de Arcole a las hemorroides de Waterloo- y es fama que cuando Josefina persistía en llevar los escotes (décolletés) más extremados, pues buena era la criolla, le arrancaba los vestidos a zarpazos y los lanzaba al fuego. Ella se limitaba a ponerse otro, y tenía muchos: en el inventario de 1809 de su guardarropa figuraban 666 vestidos de invierno y 230 de verano, aunque solo un par de bragas (lo apunta Horne; soy incapaz de valorar el dato).. A todas estas, he pillado un libro sensacional sobre las mujeres en el ejército de Napoleón (Napoleon’s Women Camp Followers, Osprey, 2021) que documenta como se vestían y vivían esas valientes féminas (vivandières, cantinières, blanchisseuses y filles de joie, o todo a la vez) que compartieron las victorias y derrotas de la Grande Armée. Entre mis favoritas, la cantinera Catherine Baland que distribuía brandy bajo el fuego al grito de “¡ya me lo pagarás mañana, guapo!”; Marie Tête du Bois, alcanzada en la cara por una bala de cañón en Waterloo, y las hermanas Fernig que hacían de edecanes (y mucho más) del general Dumoriez e incluso combatieron en caballería (y no es un eufemismo). El mariscal Masséna también tenía una edecana que se travestía de húsar y que chillaba tanto (en el amor y en la guerra) que los soldados la llamaban “la Poule à Masséna”, que suena a plato occitano pero significa la gallina (no la pollita, por favor) de Masséna. A esas femmes de troupe, la mayoría muy humildes y algunas condecoradas por el propio Napoleón en premio a su valor, va dedicada muy sinceramente esta columna (¡columne, marche!). Y que viva el Emperador, que viva Josefina, y que vivan todas ellas.. Seguir leyendo
He visto por fin la versión extendida del Napoleón de Ridley Scott, que suma 48 minutos extra a la película hasta las tres horas y veinticuatro minutos. Dado que en total me he pegado casi seis horas de biopic bonapartista o bonapartero espero que se me reconozca el título de grognard honorífico (así es como el corso denominaba cariñosamente, “gruñones”, a sus granaderos veteranos de la Vieja Guardia). Lo de director’s cut es muy apropiado sin duda para la escalofriante escena adicional que recrea la ejecución en la guillotina de las 16 carmelitas (14 monjas y 2 externas) conocidas como “las mártires de Compiègne”. Entre lo añadido ahora está también una colorista secuencia de la batalla de Marengo, unos planos del emperador en mangas de camisa orquestando sus campañas sobre un gran mapa de Europa en el suelo -al menos así aparece por fin España- y el atentado de la rue Saint-Nicaise, cuando en la nochebuena de 1800 un coche bomba avant la lettre explotó al paso de la carroza imperial.Pero lo que me ha gustado especialmente del metraje nuevo ha sido que sale más Josefina (Vanessa Kirby), que ya me parecía lo mejor de la función. Se le dedica más tiempo a su estancia en prisión, donde luce el pelo corto (¿Josephine’s cut?) que era lo que se estilaba cuando esperabas turno para la guillotina, por dejar la nuca despejada e ir avanzando. Ese corte (el de pelo) a lo garçon o, como se llamaba elocuentemente entonces, à la victime, se popularizó en el Directorio y el Consulado y a la Kirby le queda estupendo. Lo que nos sirve para introducir el tema de la moda y Napoleón. Siempre he sido -a excepción de los pantalones ajustados que marcan la artillería- un firme partidario de la vestimenta napoleónica y sobre todo de los húsares (sin menospreciar a los coraceros, dragones, lanceros, mamelucos y cazadores de la Guardia), pero desde que vi en una exposición sobre la época en el Hermitage de Amsterdam un vestidito de baile de estilo Imperio en batista de lino con adornos de seda, la moda femenina de los años napoleónicos me tiene seducido. Talle alto, escote bajo y tejidos tan trasparentes como permitiera “el mínimo sentido de la decencia”, resume Alistair Horne en el delicioso El tiempo de Napoleón (Debate, 2005). Se recomendaba no ponerse a contraluz con esos vestidos, que no dejaban casi nada a la imaginación, a fin de que no se te viera hasta el sol de Austerlitz. Moda de sinceridad, la llamaban.El general Bonaparte estaba a favor de todo ello, y más cuando Josefina le enseñaba en la intimidad el camino de la gloria (como se muestra elocuentemente en el filme), pero luego empezó a recular -la carrera del personaje puede verse como un ir de los rizos de Arcole a las hemorroides de Waterloo- y es fama que cuando Josefina persistía en llevar los escotes (décolletés) más extremados, pues buena era la criolla, le arrancaba los vestidos a zarpazos y los lanzaba al fuego. Ella se limitaba a ponerse otro, y tenía muchos: en el inventario de 1809 de su guardarropa figuraban 666 vestidos de invierno y 230 de verano, aunque solo un par de bragas (lo apunta Horne; soy incapaz de valorar el dato).A todas estas, he pillado un libro sensacional sobre las mujeres en el ejército de Napoleón (Napoleon’s Women Camp Followers, Osprey, 2021) que documenta como se vestían y vivían esas valientes féminas (vivandières, cantinières, blanchisseuses y filles de joie, o todo a la vez) que compartieron las victorias y derrotas de la Grande Armée. Entre mis favoritas, la cantinera Catherine Baland que distribuía brandy bajo el fuego al grito de “¡ya me lo pagarás mañana, guapo!”; Marie Tête du Bois, alcanzada en la cara por una bala de cañón en Waterloo, y las hermanas Fernig que hacían de edecanes (y mucho más) del general Dumoriez e incluso combatieron en caballería (y no es un eufemismo). El mariscal Masséna también tenía una edecana que se travestía de húsar y que chillaba tanto (en el amor y en la guerra) que los soldados la llamaban “la Poule à Masséna”, que suena a plato occitano pero significa la gallina (no la pollita, por favor) de Masséna. A esas femmes de troupe, la mayoría muy humildes y algunas condecoradas por el propio Napoleón en premio a su valor, va dedicada muy sinceramente esta columna (¡columne, marche!). Y que viva el Emperador, que viva Josefina, y que vivan todas ellas. Seguir leyendo
He visto por fin la versión extendida del Napoleón de Ridley Scott, que suma 48 minutos extra a la película hasta las tres horas y veinticuatro minutos. Dado que en total me he pegado casi seis horas de biopic bonapartista o bonapartero espero que se me reconozca el título de grognard honorífico (así es como el corso denominaba cariñosamente, “gruñones”, a sus granaderos veteranos de la Vieja Guardia). Lo de director’s cutes muy apropiado sin duda para la escalofriante escena adicional que recrea la ejecución en la guillotina de las 16 carmelitas (14 monjas y 2 externas) conocidas como “las mártires de Compiègne”. Entre lo añadido ahora está también una colorista secuencia de la batalla de Marengo, unos planos del emperador en mangas de camisa orquestando sus campañas sobre un gran mapa de Europa en el suelo -al menos así aparece por fin España- y el atentado de la rue Saint-Nicaise, cuando en la nochebuena de 1800 un coche bomba avant la lettre explotó al paso de la carroza imperial.. Pero lo que me ha gustado especialmente del metraje nuevo ha sido que sale más Josefina (Vanessa Kirby), que ya me parecía lo mejor de la función. Se le dedica más tiempo a su estancia en prisión, donde luce el pelo corto (¿Josephine’s cut?) que era lo que se estilaba cuando esperabas turno para la guillotina, por dejar la nuca despejada e ir avanzando. Ese corte (el de pelo) a lo garçon o, como se llamaba elocuentemente entonces, à la victime, se popularizó en el Directorio y el Consulado y a la Kirby le queda estupendo. Lo que nos sirve para introducir el tema de la moda y Napoleón. Siempre he sido -a excepción de los pantalones ajustados que marcan la artillería- un firme partidario de la vestimenta napoleónica y sobre todo de los húsares (sin menospreciar a los coraceros, dragones, lanceros, mamelucos y cazadores de la Guardia), pero desde que vi en una exposición sobre la época en el Hermitage de Amsterdam un vestidito de baile de estilo Imperio en batista de lino con adornos de seda, la moda femenina de los años napoleónicos me tiene seducido. Talle alto, escote bajo y tejidos tan trasparentes como permitiera “el mínimo sentido de la decencia”, resume Alistair Horne en el delicioso El tiempo de Napoleón (Debate, 2005). Se recomendaba no ponerse a contraluz con esos vestidos, que no dejaban casi nada a la imaginación, a fin de que no se te viera hasta el sol de Austerlitz. Moda de sinceridad, la llamaban.. El general Bonaparte estaba a favor de todo ello, y más cuando Josefina le enseñaba en la intimidad el camino de la gloria (como se muestra elocuentemente en el filme), pero luego empezó a recular -la carrera del personaje puede verse como un ir de los rizos de Arcole a las hemorroides de Waterloo- y es fama que cuando Josefina persistía en llevar los escotes (décolletés) más extremados, pues buena era la criolla, le arrancaba los vestidos a zarpazos y los lanzaba al fuego. Ella se limitaba a ponerse otro, y tenía muchos: en el inventario de 1809 de su guardarropa figuraban 666 vestidos de invierno y 230 de verano, aunque solo un par de bragas (lo apunta Horne; soy incapaz de valorar el dato).. A todas estas, he pillado un libro sensacional sobre las mujeres en el ejército de Napoleón (Napoleon’s Women Camp Followers, Osprey, 2021) que documenta como se vestían y vivían esas valientes féminas (vivandières, cantinières, blanchisseuses y filles de joie, o todo a la vez) que compartieron las victorias y derrotas de la Grande Armée. Entre mis favoritas, la cantinera Catherine Baland que distribuía brandy bajo el fuego al grito de “¡ya me lo pagarás mañana, guapo!”; Marie Tête du Bois, alcanzada en la cara por una bala de cañón en Waterloo, y las hermanas Fernig que hacían de edecanes (y mucho más) del general Dumoriez e incluso combatieron en caballería (y no es un eufemismo). El mariscal Masséna también tenía una edecana que se travestía de húsar y que chillaba tanto (en el amor y en la guerra) que los soldados la llamaban “la Poule à Masséna”, que suena a plato occitano pero significa la gallina (no la pollita, por favor) de Masséna. A esas femmes de troupe, la mayoría muy humildes y algunas condecoradas por el propio Napoleón en premio a su valor, va dedicada muy sinceramente esta columna (¡columne, marche!). Y que viva el Emperador, que viva Josefina, y que vivan todas ellas.
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