En La Estrella de Ratner, una desconocida novela de Don DeLillo, un niño genio, Billy, debe descifrar una señal de otro planeta guiado por una colección aparentemente interminable de freaks, excéntricos personajes que viven con un pie en este mundo —la supuesta realidad— y con otro en el otro, uno que solo ellos están viendo porque forman parte de algo que existe, pero solo está al alcance de aquellos que, permítanme invocarle ya, permítanme invocar al hombre que fue adjetivo instantáneo, el cineasta, el pintor, el artista que hizo lo imposible —dar sentido, o representar, diseccionar, habitar el inconsciente—, saben que todo sigue siendo, afortunada y terroríficamente, un misterio. Uno que David Lynch capturó una y otra vez, apasionadamente, desde un absurdo único, genial, onírico, oscurísimo.
El reino de David Lynch era el reino de la pesadilla hiperrealista porque cuando alguien descubre algo que existe pero no podíamos ver —o carecía de una teoría: “Las estrellas no necesitan la astronomía”, le dice uno de esos personajes excéntricos de DeLillo al niño Billy—, es que inventa una realidad que sin él habría pasado inadvertida. He aquí lo que ocurre cuando alguien accede desde este lado a ese otro que anida en él, ese otro que, podríamos decir, el telón —siempre de un rojo intenso, un rojo sangre aún y para siempre viva— oculta. No ocurre a menudo —no ocurre nunca— que un creador convierta lo que ha creado —todo— en adjetivo, un adjetivo que define algo hasta entonces indefinible pero por completo identificable. Lo lynchiano es lo posible, y a la vez, lo imposible, aquello que de irreal tiene la realidad.
Porque vivíamos, siempre lo hemos hecho, en el universo de David Lynch antes de que llegase David Lynch. Él sostuvo la cámara sobre la oreja abandonada en el suelo, y caímos en la cuenta de que el inconsciente se contrae —como el pasajero del que habló Cormac McCarthy, ese otro que cada uno lleva dentro, un otro aterradoramente desconocido— y que su contracción puede llegar a deformar la realidad hasta volverla pesadilla, sí, pero también, y sobre todo, cualquier cosa. En The Art Life, ese intimísimo documental que es como un puñado de piezas sueltas del enigma Lynch, o lo más parecido al retrato de un artista adolescente que jamás dejó de ser un artista adolescente —el cigarrillo colgando de los labios, el pelo revuelto, la taza de café en la mesa—, Lynch confesaba que, si llegó al cine, y a la televisión, fue a través de la pintura.
Y en cierto sentido, pintar es todo lo que ha hecho. Porque su cine, su televisión, es artefacto de vanguardia, instrumento, sueño, pesadilla, collage expositivo, broma (a ratos, macabra) infinita. Arte, en mayúsculas. Algo que trató de dar sentido a aquello que nunca lo tendrá. Es en The Art Life donde cuenta cómo de arrolladoramente feliz fue su infancia en los suburbios hasta que, siendo aún niño, vio a una mujer desnuda salir de la nada, una noche cualquiera. La mujer se aproximaba a él por la carretera que discurría junto a su casa. Además de desnuda, parecía ensangrentada. Podría decirse que aquella noche, la frontera entre el sueño —o la pesadilla— y la realidad, se desdibujó en su iluminado cerebro. El cerebro de alguien que se dispuso a disfrutar de nuestra condición de fascinantemente misteriosa anomalía: estar vivos, y querer contarnos.
Como un Mago de Oz nada ilusorio, Lynch parecía tener acceso a los mecanismos que ese telón omnipresente en su obra esconde. El telón que evidencia la puesta en escena, la magia, sentir todo aquello que ocurría al otro lado con una intensidad feroz. Lo compartió —su irredento y disruptor, beckettiano, desactivador de lo real, sentido del humor mediante— con el resto, desdibujando para siempre toda frontera, y expandiendo las posibilidades narrativas —inconscientes— de nuestra enigmática existencia. Es cierto que “hay un gran agujero en el mundo ahora que ya no está”, como dijo anoche su familia, pero también lo es que nunca podrá no estar. Así que, sigamos su consejo, mantengamos la vista en la rosquilla, y no en el agujero, porque, en realidad, para aquellos a los que nos cambió la vida, y para aquellos a los que se la cambiará, jamás va a irse a ninguna parte.
Su dominio era la Pesadilla Hiperrealista, ya que implica la realización de algo que existe pero es invisible para nosotros, lo que lleva a la creación de una realidad que de otro modo habría pasado desapercibida.
En la novela menos conocida de Don DeLillo, Ratner’s Star, un niño prodigio llamado Billy intenta decodificar una señal de un mundo alienígena, asistido por una interminable variedad de personas inusuales – personajes excéntricos que se extienden a lo largo de la línea entre esta realidad y otra, una que solo ellos pueden percibir. Estos personajes son parte de un fenómeno que existe únicamente para aquellos que, permítanme referirme a él ahora, el cineasta, pintor y artista que ha hecho imposible entender o transmitir completamente el inconsciente, dejando todo, afortunadamente y dolorosamente, envuelto en misterio. Una perspectiva que David Lynch siempre retrató con fervor, de una manera distintiva, brillante, surrealista y oscuramente absurda… Más detalles. Este es David Lynch, el cineasta que transformó el cine con Blue Velvet y Mulholland Drive, y la televisión con Twin Peaks. David Lynch operaba en el dominio de la Pesadilla Hiperrealista, donde los individuos descubren realidades que antes eran invisibles o no teorizadas. Uno de los personajes peculiares de DeLillo le dice al niño Billy, «Las estrellas no necesitan astronomía», sugiriendo que crea una realidad que de otro modo podría haber sido pasada por alto. Esto es lo que ocurre cuando alguien se mueve de este lado al otro lado que está contenido dentro de él, ese otro lado que podríamos describir como una cortina en un rojo profundo y vibrante, un rojo sangre que permanece eternamente oculto y lleno de vida. Es raro, casi nunca, que un creador transforme todo lo que ha hecho en un adjetivo que describe algo previamente indescriptible pero totalmente reconocible. El linchiano representa tanto lo posible como lo imposible; lo irreal posee un sentido de realidad. Siempre hemos existido dentro del universo de David Lynch, incluso antes de su llegada. Apuntó la cámara a la oreja abandonada en el suelo, haciéndonos conscientes de los miedos inconscientes – similares a los del pasajero Cormac McCarthy mencionado, el otro yo que cada persona lleva dentro, un lado inquietantemente desconocido – y cómo su retracción puede deformar la realidad en una pesadilla, pero también, más importante, cualquier otra cosa.
EL PAÍS