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Entonces no lo podía saber porque era un adolescente explorando por el lado equivocado, como debe ser, pero algunas tardes o noches tuve enfrente a Agustín Gómez Arcos y algo en él sonaba distinto hasta el punto de quedarme a escuchar como no tenía costumbre en las cenas con amigos de mis padres. Agustín Gómez Arcos hablaba muy poco. Y cuando lo hacía era para armar con las palabras una pausada balacera dejando cadáveres en cada punto y aparte. De él tan sólo manejaba los datos que escuchaba a mis padres: era escritor (novela y teatro), vivía en París, en algún momento quiso dedicarse al cine y se presentó a un casting para alguna película de Carlos Saura que salió mal. Nació en Almería. Era republicano, rojo y homosexual. Tenía un talento feroz y una vocación marginal de primerísima calidad. Estas cosas recuerdo.. Agustín Gómez Arcos le tenía una manía gigante a España. Y lo clamaba en voz alta en aquellas cenas. Cuando alguien le proponía una reflexión más generosa la dispensaba, pero convenía echar el cuerpo a tierra. Una tarde, habían pasado tres o cuatro años de la primera vez que pasó por casa, le comenté que preparaba un interraíl y que pararía en París. Me invitó a llamarlo y pasearíamos el barrio de Montmartre, su barrio. Era 1996 o por ahí. Al llegar a París llamé al teléfono que llevé anotado en un trozo de papel. Insistí al día después y al siguiente. No conseguí encontrarme allá con Agustín Gómez Arcos. Después supe que estaba en Almería, quizá despidiéndose de alguien. Murió al poco comido por el cáncer.. Parece que tímidamente su obra recupera atención y algo de sitio. Escribió mucho en francés. Recuerdo los textos de sus piezas de teatro: Diálogos de la herejía, Los gatos, Queridos míos es preciso contaros ciertas cosas… Y la editorial Cabaret Voltaire rescata a buen paso su narrativa (enhorabuena): El cordero carnívoro, Ana no, El hombre arrodillado… Si en la literatura española del último medio siglo queda un raro por rescatar, un raro de verdad, un raro militante, ese es Agustín Gómez Arcos. Mi madre, incluso cariñosamente, lo llamaba «el perverso». No le iba mal el sobrenombre, aunque en verdad era un hombre dañado, profundamente solo, vapuleado por la zozobra, el olvido, la invisibilidad y el temor. También dignísimo en la derrota. Uno de esos ratos de cena en casa le pregunté si no le gustaría regresar a España del todo. Me observó en silencio tres o cuatro segundos, cerró los ojos fuerte arrugando los párpados y me soltó esta sentencia que recuerdo tal cual sin saber muy bien por qué: «Volver, querido muchacho, sería perder el reino de mí mismo». Recobrado Agustín.
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