Peor que no percibir la banalidad literaria del mal es identificarse con ella. Ya sabíamos que los monstruos carecen de cuernos y rabo: para llegar ahí no hace falta disfrazar el morbo de exploración creativa Leer
Peor que no percibir la banalidad literaria del mal es identificarse con ella. Ya sabíamos que los monstruos carecen de cuernos y rabo: para llegar ahí no hace falta disfrazar el morbo de exploración creativa Leer
Acabo de terminar El odio, de Luisgé Martín. El libro tiene dos problemas insolubles. Uno es lo que cuenta. El otro es lo que no.. Hay que juzgar cada libro por lo que el autor se propone hacer con él, y con este el autor pretende adscribirse al género de no ficción que Capote o Carrère han conducido a la excelencia. No se trata tanto de la distancia insalvable que va del talento de Martín al de sus dos referentes sino de la lealtad a un patrón narrativo que impone sus propias reglas. Y esas reglas prescriben la investigación honesta y excluyen la autoficción terapéutica. El autor de El odio cuenta demasiado de sí mismo para justificar su personalísimo interés por un asesino que carece por completo de atractivo literario. Y lo hace desde la primera página: «Sabemos que hay muchas personas a nuestro alrededor a las que deberíamos poder matar. Pero no somos capaces de determinar quiénes». Lo trágico de esta declaración de intenciones es que no hay en ella sombra de ficción o de ironía. No habla un personaje de Poe ni la voz provocativa de Thomas deQuincey: habla el árido corazón de Luisgé Martín. Un cínico puede escribir bien, pero existe una diferencia crucial entre escribir bien y hacer literatura.. La escritura artística presupone siempre el sentido moral. Si pretendes hacer literatura -aunque sea de no ficción- debes empezar por la víctima. No hay estética sin ética, y no hay ética sin coraje. Afirma el autor que le interesaba descifrar únicamente la mente del asesino: «Me resultaba distractivo (sic) cualquier otro punto de vista». Pero más adelante reconoce que no se «habría atrevido a mortificar con indagaciones» a la madre, atormentada sin embargo por el lanzamiento de este libro. En atención a ella, la editorial -que no el juez- ha retirado El odio de la circulación. No habrían tenido que hacerlo si hubieran instado a tiempo a Martín a hacer bien su trabajo. A ahorrarnos el embarazoso desfile de sus pulsiones más oscuras y a proporcionarnos el drama puro de la víctima. Sin su testimonio el experimento queda demasiado cerca de la hibristofilia, esa desordenada fascinación que ciertas psiques sienten por los criminales.. Sí, el filicidio es materia literaria desde los trágicos griegos. Pero el mal no es literario por sí mismo. Esa ilusión romántica nació del deseo de idealizar lo patético, lo subversivo, lo irracional. Pero para algo debería haber servido el siglo XX, Arendt mediante: para constatar la banalidad del mal y enterrar de una santa vez el paradigma romántico. La inmensa mayoría de los asesinos son seres invariablemente estúpidos, triviales, planos. Exactamente como José Bretón. No hay mayor misterio en la maldad de este padre desnaturalizado. No es más que otro patético macho inapto para el amor -un incel moral- que se resarce de su vida irrelevante ejerciendo el poder en casa. Un mediocre con trastorno de la personalidad narcisista, maniático del control, que condiciona su frágil autoestima a la dominación sobre su mujer, incapaz por tanto de encajar una separación. Bretón es lo que parece. Lo que sus ojos de trastornado proclaman.. Ahora bien. Hay algo peor que no percibir la banalidad literaria del mal: percibirla para identificarse con ella. Ya sabíamos que los monstruos carecen de cuernos y rabo; para llegar a tal obviedad no hace falta disfrazar el morbo de exploración creativa. Pero es que el autor justifica el libro aportando su propio diagnóstico («complejo de inferioridad sobrecompensada con rabia») a modo de vínculo psicológico con su protagonista. Cuando Martín reconoce que siente compasión por el filicida, en realidad se compadece de sí mismo por las veces en que también él fue rechazado. Y constata que ese dolor lo vuelve comprensivo con la amoralidad. «Me encontré sintiendo hacia él un afecto que me avergonzaba», escribe. Hombre, mejor no hacer extensivo al lector ese sentimiento. Porque entonces la vergüenza propia se convierte en vergüenza ajena. Restar responsabilidad al victimario para traspasársela a la víctima -Ruth habría evitado los asesinatos cogiéndole el teléfono al padre desesperado, se desliza en la página 83- resulta ética y estéticamente indefendible.. Se puede escribir de todo. Pero uno nunca debería cerrar un libro convencido de que el asesino ha ganado con él más que el lector y que el autor.
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