Relato inédito de Alba Muñoz de la serie de cuentos de verano de LA LECTURA Leer
Relato inédito de Alba Muñoz de la serie de cuentos de verano de LA LECTURA Leer
Cuando entró por la puerta no supimos descifrarla. Menuda, vestido de punto arrugado en el pecho, chal de color claro rozando el suelo. Bajo su pelo escaso brillaban gotas de sudor. La mujer venía sin aliento. Habría subido por la escalera en vez de tomar el ascensor. Tardó unos segundos en recomponerse. Después empezó a hablar francés como si estuviera en Francia. Hablaba con total naturalidad, dando por sentado que íbamos a entenderla. Nos quedamos paralizadas. Por lo visto, todas nos habíamos debatido entre dos opciones: ¿Era una turista o una abuela desorientada?. Le ofrecimos un asiento en la mesa redonda, junto a la máquina de café. Otra señal que no supimos ver a tiempo: en vez de un vaso de agua, que sería lo normal, pidió un té. Ángela estaba al caer y era la única que hablaba su idioma, así que con gestos le indicamos que esperase. La mujer nos debió entender, porque cogía la taza de rooibos con las dos manos. Miraba por la ventana tranquila, satisfecha. Nosotras, en cambio, parecíamos adolescentes: movíamos los labios ocultándonos tras las pantallas, aguantábamos la risa que quería salir por la nariz. De pronto la oficina parecía un aula y la mujer misteriosa era una profesora, alguien con autoridad que sabía algo que nosotras desconocíamos. Rápidamente nos convertimos en sus alumnas.. Ángela nos miró y la mujer se giró hacia ella con una sonrisa serena. Bea se levantó y empezó a contarle a nuestra jefa que la mujer se había presentado sin más, pero Lucile la cortó pronunciando su nombre, Lucile, al tiempo que le extendía la mano a Ángela desde la silla. Sus acciones no mostraban un ápice de fragilidad ni desorientación, sin embargo preferimos quedarnos con su cuerpo encogido, su edad avanzada, su extranjería. Lucile le contó a Ángela que actualmente vive en Lyon, pero que tiene un piso en Barcelona y desea donarlo a Womart, nuestra organización. No tiene hijos ni familiares. Si estábamos de acuerdo, iba a empezar el papeleo para dejarnos en herencia su propiedad.. ***. Era la primera vez que veíamos a Lucile. No habíamos oído hablar de ella. No la habíamos visto en la inauguración de ninguna de nuestras exposiciones, ni entre el público de nuestras conferencias. A decir verdad, a nuestras actividades acuden siempre señoras jubiladas. Rara vez interactuamos con ellas. Aparecen, aplauden y se van. Gracias a su presencia las fotos de nuestros actos se ven repletas. Nuestras actividades parecen éxitos de convocatoria. Sus cuerpos justifican la subvención que nos mantiene con vida.. Con Lucile fue distinto. Todas sospechamos desde el principio, y todas decidimos ignorar nuestro recelo. Empezamos a fantasear con las posibilidades de su regalo: podíamos usar el piso para residencias de artistas -en mi mente, brindis de copas talladas, sonrisas de labios pintados y sin pintar-, como espacio para tutorías individuales -en mi mente, yo concentrada con unas bonitas gafas de pasta, escuchando a una joven creadora que quiere optar a nuestra beca, mis pies elegantemente posados sobre un diván barroco-. Llegamos a decir que el piso de Lucile podía ser el principio de un proyecto más ambicioso, una bolsa de alquiler asequible para mujeres artistas, madres artistas. No podíamos parar de imaginar. De algún modo nos sentíamos recompensadas por ese ángel altivo del que no sabíamos nada. Tal vez nos estuviéramos volviendo un poco altivas nosotras también, como si ese afrancesamiento se nos contagiara. Por fin alguien -alguien con estatus- se daba cuenta del valor de nuestro trabajo.. Una tarde, al llegar a la oficina, las encontré a todas de pie. Hablaban desde el lugar que debían ocupar sus sillas. ¡Ha vuelto la francesa!, gritó Marga. Al parecer, Lucile había aparecido con un bastón con el mango en forma de cabeza de mono. Esta vez no había entrado en la oficina sin más, sino que había estado recorriendo el pasillo en silencio, mirando las fotos expuestas. Al cabo de media hora entró y preguntó por Ángela en francés. Cuando le dijeron que no estaba, se giró y se fue. «Nos hemos quedado planchadas», dijo Marga. Risas, excitación. Las preguntas se nos acumulaban: ¿Había vivido años en Barcelona hablando sólo francés? ¿Viene de familia noble? ¿Y si es condesa o parecido? ¿Os imagináis que hubiera cometido un crimen en Francia y se hubiera escondido en el piso barcelonés? Un piso que nos parecía cada vez más majestuoso: lámpara de araña, luz escasa, obras de arte. Una escultura de Louise Bourgeois, ahí, como si nada. «Condesa, francesa, con aires de grandeza…», cantó Bea.. ***. No sabíamos qué era lo que le gustaba de nuestro trabajo como promotoras y difusoras del arte hecho por mujeres. Si eran las performances, los ciclos de documentales, o tal vez nuestra exposición más reciente sobre tapices inspirados en barrios de la periferia. De esa exposición había conmovido especialmente el juego de muñecas de trapo elaboradas por la niña Julieta Calderón, apretujadas en una caja de cerillas. La caja representaba el colchón en el que Julieta dormía con su madre y cuatro hermanas y hermanos. La obra no era tierna, era terrible. Las facciones de las muñecas, hechas con puntadas de hilo, hacían que se vieran muertas por dentro, como si la precariedad los hubiera convertido en unos fantasmas agotados e inexpresivos.. Lucile empezó a dejarse caer por la sede una vez por semana. Que sepamos. Varias veces la vieron paseando por el edificio, deteniéndose en las ventanas. Esas veces no entró en la oficina ni preguntó por Ángela.. Recuerdo que aquellos días se me caía el mundo encima. Mi contrato de alquiler se terminaba en seis meses y había empezado a leer punto por punto la nueva regulación, la que teóricamente impide que mi piso pueda alquilarse a un precio superior, y favorece, por tanto, que a mi casera no le salga a cuenta echarme. La regulación está clara, pero la demanda es tan alta, hay tantísima gente desesperada por encontrar un lugar digno en el que vivir, que gustosamente pagarán lo que la casera pida sin reprocharle nada. Qué difícil, en la velocidad de los días, plantarse y luchar. Sentía en mis carnes la inutilidad de las palabras, de las leyes que nadie hace cumplir. Lo más probable era que, si no aceptábamos el aumento, tuviéramos que dejar el piso. Irnos de la ciudad.. Llegué a la oficina y mis compañeras me preguntaron si estaba bien. Dije que apenas había dormido, les conté mi preocupación. «Cuarenta años, dos trabajos y aún así, con esta inseguridad». Entonces me inventé que había tenido un sueño. No había soñado, había fantaseado que me quedaba sin casa y que podía vivir unos meses en el piso de la francesa. «Mirad si estoy desesperada», dije con una risa triste. Supongo que esperaba que mis compañeras se apiadaran de mí y me dijeran que contara con ello, aunque fuese una hipótesis improbable y remota. Quería que me tranquilizaran. En vez de eso rieron con compasión, y Carla apareció por detrás: «Yo me pedí el piso el otro día. Hay cola».. ***. Ángela es incorruptible. Lleva más de dos décadas presidiendo Womart y nadie ha logrado arrancarla de su puesto. No es que sea perfecta, sus decisiones y actitudes no son siempre acertadas. Sin embargo, posee una autoridad a prueba de balas, un poder que no es de este planeta. Hay en las boomers que vivieron la Transición una confianza y una persistencia inquebrantables. Simplemente, no se dan por vencidas. Simplemente, no pasarás. Es imposible quebrar su voluntad, su resistencia.. Había pasado un mes desde la primera aparición de Lucile e hicimos aquella reunión. Ángela se miraba fijamente los dedos, se frotaba la cara. Apenas intervino. Fue hacia el final, cuando estábamos recogiendo la mesa, cuando confesó que estaba agotada: durante la pausa del mediodía le había hecho una ruta de museos a Lucile, la segunda en dos semanas. Por lo visto, la francesa le mandaba mails casi cada día. «Tiene muchas ideas», dijo Ángela. «Quiere organizar exposiciones, ciclos, sobre temas muy raros. Empieza a ser demasiado, pero qué le voy a hacer. Hay que tenerla contenta».. Ángela estaba desbordada y ni siquiera se había dado cuenta. Por primera vez, una autoridad superior la había arrastrado sin darle tiempo a pensar, a poner límites, a defenderse. Con su carcasa inofensiva de abuela con bastón, Lucile se había convertido en una amenaza. Estaba pudriendo nuestro equipo, haciéndonos competir por un piso que ni siquiera sabíamos si íbamos a heredar. Había desnortado a nuestra líder, y todo con una simple promesa. «¿Te ha enseñado algo del piso?», pregunté. «¿No sé, algún papel? ¿Te ha dado la dirección? ¿Algo?». «La verdad es que no», respondió Ángela. Todas nos miramos a los ojos por primera vez en semanas.. ***. Lucile había sembrado la discordia y yo había sembrado la sospecha. Ángela tomó una decisión: debíamos tolerar sus visitas fantasmales y sus peticiones caprichosas. En primer lugar, porque ese era nuestro espíritu como organización artística de mujeres, pero también, por qué no decirlo, por una cuestión estratégica. «Tratémosla con tacto y paciencia, pero tengamos los ojos abiertos», concluyó. «A ver hacia dónde nos lleva todo esto».. Manoletinas de trapo avanzando silenciosas por el pasillo. Perfume de flor antigua, violeta o lavanda. Vestidos neutros de tonos oscuros, tallados por el mismo patrón. Chales un poco más claros. Esa actitud enervante, entre la sordera y la altivez. Comportamiento de abuela sin prisa que intenta colarse en la cola del súper. Aura de chantajista. Bastón de cabeza de mono. Ni que fuera la tía abuela de Indiana Jones.. Lucile siguió apareciendo por el pasillo, mirando por las ventanas, el bastón asomando por la puerta, dando golpecitos. Sus ojos secos buscando a Ángela, su cuerpo retrocediendo al ver que no estaba. Lucile acercándose a la cafetera como forma de pedirnos un té, sin pronunciar las palabras, sin mirarnos siquiera. La pequeña maceta con el cactus tumbada dramáticamente en el suelo. ¿Quién si no podía tirarla sin querer, o queriendo, y no decir nada? Poco a poco fuimos trenzando nuestros odios, apilándolos en una defensa orgullosa: Vieja Napoleón. No somos sus esclavas. A ver si un día resbala en la escalera. Antes, que nos deje el piso.. ¿Y si todo es mentira?, dije sin querer, como si la pregunta hubiera estado siempre en el borde de los labios, escondida. ¿Y si Lucile está haciendo todo esto para sentirse menos sola? El piso, la herencia. ¿Y si todo es una invención para tener algo que hacer, un lugar a donde ir, hacer que alguien la escuche? En ese caso, ¿qué deberíamos hacer? ¿Cómo deberíamos actuar?. Han pasado tres meses desde que dije estas cosas. Lucile no ha vuelto a aparecer, pero sigue reuniéndose con Ángela lejos de la oficina. Aún no hay detalles del piso, ningún documento ni prueba.. Mientras escribo esto, una nueva teoría empieza a rodearme. Lucile es una artista llevando a cabo un experimento social, una performance. Su intención no es denunciar la inhumanidad del mercado de la vivienda ni sacar lo peor de nosotras, mostrarnos cómo actuaríamos con un poquito más de presión, con un poquito más de pobreza. Su objetivo es hacer que emerjan nuestras caras verdaderas, un retrato sencillo, actual. Muñecas de trapo inexpresivas, apretujadas en una caja de cerillas.
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