El historiador y ensayista Benjamin Moser traza en ‘El mundo del revés’ una enciclopedia personal de esta creativa época, un momento único en la historia del arte que apunta a las razones de la creación, así como a las condiciones de su percepción Leer
El historiador y ensayista Benjamin Moser traza en ‘El mundo del revés’ una enciclopedia personal de esta creativa época, un momento único en la historia del arte que apunta a las razones de la creación, así como a las condiciones de su percepción Leer
Detrás del último libro de Benjamin Moser (Houston, 1976) yace, como un río vertebrador, la pregunta en torno al por qué del arte. Las intuiciones que podemos activar al respecto tienden a concretarse en una manifestación delimitada del arte, no en un presunto ideal común, lo que anticipa la imposibilidad de ofrecer respuestas infalibles. Las razones por las que alguien decide crear y someter su obra a variables relacionadas con la originalidad, la ruptura, la tradición o la vanguardia se adscriben a un tiempo y un lugar, esto es, una manera de ver el mundo e interpretarlo. Sucede a veces (muy pocas, en realidad) que estas razones cristalizan en un contexto singularmente transparente, luminoso, en el que todas las cuestiones se vuelven elementales, con lo que parece que no necesitan ser nombradas.. En El mundo del revés. Encuentros con los maestros neerlandeses, Moser, autor de la histórica biografía de Susan Sontag con la que ganó el Premio Pulitzer en 2020, centra toda su atención en uno de estos escasos episodios en los que el arte parece explicarse por sí solo. Pero hay otra premisa a tener en cuenta: el arte tiende a expresarse en su acepción más fidedigna, más inmediata, si se quiere, cuando esa mirada al mundo es menos conformista, cuando se aventura a darle la vuelta para conocer lo que hay al otro lado. Así sucedió en el Siglo de Oro neerlandés, uno de estos pocos paréntesis en los que el arte decidió bastarse a sí mismo.. Eso sí, Moser se decanta por los maestros neerlandeses llevado por una necesidad personal: a sus veinticinco años, tal y como relata en las primeras páginas de su libro, se instaló en Holanda por amor y no tardó en atravesar las paradojas propias del ciudadano americano asentado en la vieja Europa. En aquel tiempo, además, el autor sentía la necesidad de forjar su voz propia como escritor, así que no dudó en echar mano de referentes inmediatos. En aquel territorio encontró toda una «galaxia de artistas que parecían haberse hecho las mismas preguntas que yo. ¿Por qué hacemos arte y por qué lo necesitamos? ¿Qué significa tener talento y cómo podemos desarrollar el que se nos ha dado?».. De nuevo, las intuiciones puestas en marcha tienen que ver con la posibilidad de que la realidad no se corresponda con lo que vemos a simple vista, esto es, de poner el mundo del revés y comprobar cómo funciona a partir de ahí. Moser encuentra un detonante fundamental en una pintura de Pieter Brueghel en la que aparece un globo terráqueo invertido sobre el que defeca un hombre indiferente que recibe a su vez una mano de cartas: la fortuna puede sonreír a los necios, pero es la representación artística la que delata que todo está puesto patas arriba. Basta con mirar para caer en la cuenta.. Frans Hals: ‘Banquete de los Oficiales del Cuerpo de San Adrián de Haarlem’, 1627.Museo Frans Hals, Haarlem, Holanda. El mundo del revés se despliega desde este hallazgo como una enciclopedia personal de los maestros neerlandeses ilustrada a conciencia. El lector encontrará aquí la predilección por los extremos de la que hacía gala Rembrandt, de la sombra a la luz, de la anatomía al crimen, del cuerpo al cadáver (bien recuerda Moser que para no pocos de sus contemporáneos sus obras constituían «un turbio desperdicio de espacio»); la querencia que mostraba Jan Lievens a representar a los ancianos, a menudo de forma grotesca, y al Lázaro resucitado como a un fantasma; los mundos de extraña resolución geométrica, siempre a punto de desmoronarse, en Carel Fabritius, cuyo Jilguero testamentario adquirió matices de reencuentro con la gracia.. También las alcahuetas y la gloriosa Vista de Delft (el cuadro que más amó Marcel Proust) de Johannes Vermeer, ante el que «no paramos de aportar historias para unos cuadros en los que no pasa nada»; la cultura popular y la invención del camp en Jan Steen, para quien los pavos reales vuelan y los hombres parecen bufones; los paisajes del mundo que adoptó Hendrick Avercamp para mostrar a la vez el detalle y la panorámica, siempre a favor del invierno; los ambiciosos retratos en grupo de Frans Hals, representativos de las distintas clases sociales en Haarlem; los animales de Paulus Potter, los árboles y los bañistas desnudos de Jacob van Ruisdael y otras muchas claves en tantos otros artistas, de Pieter Saenredam a Albert Eckhout, de Gabriël Metsu a Rachel Ruysch, la única pintora del conjunto.. Para todos funde Moser en su discurso lo biográfico y lo técnico, lo experiencial y lo creativo; pero, sobre todo, el autor demuestra las vías que siguió cada uno a lo largo del siglo XVII para darle la vuelta al mundo. O, quizás, para revelar hasta qué punto el mundo ya se había puesto del revés.. ‘El jilguero’, pintado por Carel Fabritius en 1654, el año de su muerte.MUSEO MAURITSHUIS, LA HAYA, Holanda. Advierte Moser otra evidencia: «Seguramente no seamos capaces de imaginar qué impresión debían de causar estas recargadas y teatrales fantasías a unos hombres y mujeres que tenían unas vidas durísimas, vulnerables y breves, que vivían en un mundo en el que la joven hermosa y rica estaba en todo momento a un apretón de manos del hombre viejo y roto».. Tal y como explicó Ramón Andrés en El luthier de Delft, el mundo de Vermeer y Spinoza pudo asomarse a la realidad desde otros flancos porque el arte, la ciencia y el pensamiento se pusieron de acuerdo a la hora de intentarlo; en la realidad ya conocida, la de aquellos Países Bajos a merced de la guerra y la peste, la osadía debió resonar sin embargo como un capricho banal: «¿Cómo vibraban estos colores en medio de los cementerios y los barrios pobres?» No obstante, todos estos artistas crearon para los hombres y mujeres de su tiempo, no para nosotros, dueños de la mirada domesticada del siglo XXI: «Alguien quiso que supiéramos algo, incluido algo sobre sí mismo. Pero los siglos nos arrebataron la capacidad de ver de qué se trataba».. Las conclusiones del autor, eso sí, no son fatídicas: este arte es, a fin de cuentas, lo único que tenemos. La lengua neerlandesa ha evolucionado tanto solo en las últimas décadas que su literatura del siglo XVII es ya ilegible para los propios neerlandeses. Solo el arte no necesita traducirse a sí mismo, en parte porque no sabría hacerlo. Las obras de estos maestros constituyen un testimonio extraño y ajeno, a veces incómodo. Pero por eso precisamente volveremos a mirar siempre.. Traducción de Albert Fuentes. Anagrama. 496 páginas. 22,90 € Ebook: 14,99 €. Puedes comprarlo aquí.
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